Por Daniela Fernández
Suelo ver personas pasar y quejarse de la vida, veo su cara de preocupación y apuro, de melancolía y resignación. El caos y los bullicios son como parte del paisaje; el humo espeso de los carros deteriora mis piezas, al igual que la intemperie y la indiferencia de sus transeúntes. Veo cuerpos sin alma, sin más que abulia. Yo, que represento lo divino y lo terrenal, me siento más cerca de la serpiente que se arrastra en medio del polvo, que del águila que se asoma en lo alto de los cielos. ¿Acaso yo que convoqué y lideré todo un ejército de indígenas para sacar a los invasores de las tierras que hoy pisan, no merezco más que su frialdad y desinterés?
Desconocen la historia, esa en la que cientos de indígenas entregamos nuestras vidas y derramando sangre recuperamos sus tierras, tierra que saquean y sin escrúpulos contaminan nuestros ríos. He visto cruzar frente a mí algunos actos de rebeldía en contra del sistema, en medio de marchas y música. Estudiantes y maestros, trabajadores y organizaciones colectivas, que se alzan en contra de la tiranía. Me recuerdan como en aquel entonces defendíamos con valor y resistencia lo que nos habían arrebatado, como si la valentía nos sirviera de coraza contra las flechas con puntas de fuego y fusiles de los españoles.
¿Alguno me recuerdan cuando ve el río y sus alrededores? ¿Han escuchado mis gritos de ira? Mi voz es la voz de la selva, la voz de la naturaleza y los animales. La voz de los que resisten y se unen para luchar por su territorio. Mi voz es la voz del pueblo, las voces de los más de catorce mil indígenas que había en Villa de Timaná, y de aquellas Tribus que supieron hallar la fortaleza en la unión. Soy la Intihuantana, “el poste que amarra al sol”. Mis cimientos en piedra están arraigados a esta tierra que vi crecer.
Me han dedicado una que otra obra y monumento, me han pintado y arreglado un par de veces, eso sí, cuando se acuerdan de mí. Han mencionado mi nombre en algunas clases de historia local y quizás en uno que otro evento. He sido centro de atención en algunas ocasiones; pero no he sido tan importante como para que me miren como la primera vez que llegué a este lugar. A veces en la noche, que es el momento más calmado, suelo preguntarme qué hubiese sido de ustedes sin mí, pero rápidamente la noche acaba y despierto muy temprano con el sonido de la congestión y el afán matutino zumbándome en el oído. Mi anhelo es que un día se atrevan a pasar por mi lado, levanten la cabeza y recuerden de donde vienen, que no me pierda entre los árboles y sea una sombra.